La vida de esta mujer humilde, escondida con Cristo en Dios, trabajadora, esposa, madre de familia, viuda y anacoreta, se desenvolvió en la región de Madrid, recién conquistada por el rey castellano Alfonso VI a los moros del reino taifa de Toledo, que entraba a finales del siglo XI en la historia de Europa occidental. Una zona que había pertenecido hasta entonces al califato de Córdoba, donde se hablaba el árabe y donde los cristianos, denominados Rum (romanos) o también mozárabes, perseveraban en la confesión de la fe católica según las costumbres antiguas de España heredadas de los visigodos. Tierras que entraban a formar parte de la Castilla del Cid (1099), y que se esforzaba por aclimatarse a los francos que entraban con los reconquistadores.
En una Iglesia que vivía con gozo la reforma gregoriana, pero con añoranza e incomprensión la supresión de sus fiestas y costumbres ante la imposición del Rito romano. En un contexto de paz inestable por las continuas incursiones almorávides, que no resistían el avance cristiano después de la conquista de Toledo (1085). En un siglo XII donde el Norte ibérico es surcado por enjambres de peregrinos europeos que recorren el Camino hacia la tumba del Apóstol Santiago, que en Toledo comienza a verter al latín la sabiduría que transmiten los árabes y con una Córdoba que respira el refinamiento del Oriente.
Esta fue la situación de la madrileña universal que fue santa María, mujer de san Isidro y madre de san Illán. En el barroco se la denominaba estrella carpetana, nosotros podemos calificarla de mujer admirable. En efecto, la dureza de las condiciones de la sociedad agraria medieval la sentían sobre todo las mujeres... Ese fue el cuadro real en el que se santificó la mujer que sería posteriormente el marco de referencia de la Villa y Corte de un imperio que extendería el culto de la labradora desde las Filipinas hasta California.
En el siglo XVIII, al preparar el texto litúrgico de los Maitines del Oficio Divino se escribe, con gran esmero histórico, una primera biografía breve. El relato, destinado para el rezo, resume lo más sustancial que se conservaba en la memoria popular:
María de la Cabeza nació en Madrid o no lejos de esta localidad. Sus padres, piadosos y honestos, pertenecían al grupo de los llamados mozárabes (del árabe musta'rab, "arabizado", con este nombre se conocía a los cristianos que vivían bajo la dominación musulmana en al-Andalus). Fue esposa de san Isidro Labrador. No es fácil decir con qué santidad y trabajos llevó su vida de mujer casada. Sus ocupaciones eran arreglar la casa, limpiarla, guisar la comida, hacer el pan con sus propias manos, todo tan sencillo que lo único que brillaba en su vida eran la humildad, la paciencia, la devoción, la austeridad y otras virtudes, con las cuales era rica a los ojos de Dios. Con su marido era muy servicial y atenta. Vivían tan unidos como si fueran dos en una sola carne, un solo corazón y un alma única. Le ayudaba en los quehaceres rústicos, en trabajar las hortalizas, y en hacer pozos no menos que en el oficio de la caridad, sin abandonar nunca su continua oración.
Como ambos esposos no tenían mayor ilusión que llevar una vida pura y fervorosamente dedicada a Dios, un día se pusieron de acuerdo para separarse, después de criar su único hijo, quedándose él en Madrid, y ella marchándose a una ermita situada en un lugar próximo al río Jarama (la ermita de Nuestra Señora de la Piedad, en Torrelaguna, donde a su muerte sería enterrada). Su nuevo género de vida solitaria, casi celeste, consistía en obsequiar a la Virgen, hacer largas y profundas meditaciones, teniendo a Dios como maestro, limpiar la suciedad de la capilla, adornar los altares, pedir por los pueblos vecinos ayuda para cuidar la lámpara, y otros menesteres.
El texto más antiguo donde se menciona a la santa es el manuscrito conocido como el Códice de Juan Diácono: una colección de relatos de milagros realizados por su esposo Isidro, escrito en latín con primorosa caligrafía a mediados del siglo XIII, cuando todavía se conservaba fresca la memoria de los santos esposos. El pergamino se custodiaba en el archivo de la vieja parroquia matritense de san Andrés. El autor pudiera ser un archediano de la Almudena o bien el franciscano Juan Gil de Zamora, secretario de Alfonso X el Sabio.
Al nacer su hijo Illán regresaron a Madrid y continuó con sus milagros, entre ellos la resurrección de su propio hijo después de que éste cayera a un pozo. Cuando Illán fue mayor de edad, el matrimonio decidió separarse para vivir de una manera más santa. María regresó a Torrelaguna como santera de la Iglesia del Temple, y entonces fue ella quien comenzó a realizar milagros de similar cariz a los de su marido mientras cuidaba el fuego sagrado en la lámpara de la Virgen. Isidro permaneció en Madrid con su hijo Illán, pero ya no realizó más milagros, como si se hubiera dedicado plenamente a la educación del niño, a transmitirle sus conocimientos y sus poderes. Cuando murió el padre, Illán se desplazó a Villalba de Bolobras y se instaló de ermitaño junto al castillo templario, haciendo los mismos milagros que sus padres, relacionados con el agua, la agricultura y los animales.
En el 1511 el Cardenal Francisco Jiménez de Cisneros renovó el relicario que guardaba la cabeza. Procesiones y cofradías atestiguaron la veneración pública hacia la Santa. Inocencio XII aprobó su culto en el 1697. Se trasladaron sus reliquias a Madrid para unirlas a las de su esposo, San Isidro Labrador.
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